Una curandera sacrifica estos animales para sanar fracturas de huesos, dolores musculares, heridas, torceduras y otras dolencias. Un médico dice que no está probada su eficacia.
Es una intervención, literalmente, a sangre fría. Como parte de una práctica milenaria, y en nombre de la salud, decenas de curanderos sacrifican decenas de lagartijas para curar fracturas, torceduras, inflamaciones y heridas abiertas, sin importar su gravedad.
Aunque se trata de una pericia común y ancestral en la zona altiplánica, en la ciudad de La Paz el tema adquiere un aire de misterio y hasta de tabú, por temor a los movimientos ambientalistas que repudian este tipo de tratamientos y, en muchas ocasiones, decomisan a cientos de estos animales hacinados en cajas.
Aunque se utilizan lagartijas, esta práctica es conocida como “la cura del lagarto”.
Por ello Elena (nombre ficticio) habla entre susurros desde su puesto ubicado en la calle Linares, donde también ofrece velas y pociones para combatir males físicos y espirituales.
“¿Para qué necesitas?”, me pregunta. “Tengo un dolor en el brazo derecho”, le respondo. Convencida de poder atender mi dolencia, me invita a pasar a su tienda y me extiende un asiento de madera donde espero con ansiedad.
“De cuánto quieres: ¿de 20 o de 30 (bolivianos)?”, me dice. “Una de cada una”, le indico. Entonces escoge dos lagartijas -una de 15 centímetros y otra de diez- que sin mostrar gesto alguno, apenas mueven sus cabezas para dar señal de estar vivos.
Al verlas, con cierta timidez acaricio su áspero cuerpo, consciente de lo que les espera.
Elena, entre tanto, tiene en sus manos una tijera con rastro de sangre seca. Con ella, sin pena ni asco, corta la cabeza del primer saurio que, antes de ser degollado, abre la boca y muestra en sus ojos una expresión de pánico. Es una muerte silenciosa e inmediata.
De su angosto cuello partido pronto caen las primeras gotas de sangre sobre mi muñeca, pintando de rojo intenso mi piel. Es sangre fría, ligera y sin olor.
Inmóvil e impactada por el primer contacto, apenas logro ver cómo cae la cabeza, conteniendo la respiración.
Estrujado con fuerza entre los dedos de la curandera y exprimido como limón partido, el animal deja caer las últimas gotas de sangre antes de hacer la incisión.
Inmediatamente se pone de espaldas para ocultar su acción y tomando nuevamente la tijera, corta el vientre amarillento del animal, dejando al descubierto sus pequeños y oscuros órganos.
Luego abre su cuerpo, como un libro, y lo deja en el mesón para repetir la acción con la segunda lagartija.
Con las manos completamente ensangrentadas, Elena saca la primera y la pone con cuidado en mi brazo, cuidando que todas sus extremidades queden bien extendidas, semejante a una alfombra de felino disecado en la casa de un viejo cazador.
Al ver cómo pone la segunda a su lado, me doy cuenta que también había cortado la cola del reptil, fina y frágil, como la de un ratón.
Sus diminutas garras rozan mi piel, provocando una especie de cosquilleo. Inmóviles y completamente abiertas, con la sangre esparcida como ungüento, es el último recuerdo que tengo de ellas antes de ser cubiertas por completo.
“¿Tu venda?”, me pregunta Elena con serenidad y rompiendo el silencio. Enseguida le alcanzo la gasa que compré para fajar la parte adolorida del hueso.
En un movimiento monótono y envolvente, la curandera cubre por completo al par de lagartijas. La fuerza que emplea al vendar corta la circulación de mi sangre, provocando una sensación de adormecimiento.
“Tiene que estar bien ajustado al cuerpo para que haga efecto”, me explica. Y sin decir nada, simplemente contengo la molestia de la presión en mi brazo.
Es cuestión de ocho minutos, intensos por demás. Los resultados, según dicen, se ven con tiempo, la fe y la perseverancia.
Por eso Elena, antes de salir, me recomienda dejar los animales durante 24 horas sobre mi piel, “para que sienta el efecto”. Si el dolor no pasa en ese lapso, agrega, hay que repetir el tratamiento.
Con los pies fuera del lugar y entumecida por el impacto, veo nuevamente mi muñeca, vendada y ligeramente abultada.
De repente, y en cuestión de segundos, siento una especie de shock eléctrico en todo el brazo, provocado por el movimiento brusco e inesperado las garras del animal incrustadas en mi piel.
Mi cuerpo se estremece y pronto caigo en cuenta que los reptiles, después de ser degollados, todavía emiten impulsos nerviosos. Mientras, su cuerpo y su sangre fría actúan sobre mi piel. Sólo queda esperar para comprobar los resultados promocionados.
Página Siete
Es una intervención, literalmente, a sangre fría. Como parte de una práctica milenaria, y en nombre de la salud, decenas de curanderos sacrifican decenas de lagartijas para curar fracturas, torceduras, inflamaciones y heridas abiertas, sin importar su gravedad.
Aunque se trata de una pericia común y ancestral en la zona altiplánica, en la ciudad de La Paz el tema adquiere un aire de misterio y hasta de tabú, por temor a los movimientos ambientalistas que repudian este tipo de tratamientos y, en muchas ocasiones, decomisan a cientos de estos animales hacinados en cajas.
Aunque se utilizan lagartijas, esta práctica es conocida como “la cura del lagarto”.
Por ello Elena (nombre ficticio) habla entre susurros desde su puesto ubicado en la calle Linares, donde también ofrece velas y pociones para combatir males físicos y espirituales.
“¿Para qué necesitas?”, me pregunta. “Tengo un dolor en el brazo derecho”, le respondo. Convencida de poder atender mi dolencia, me invita a pasar a su tienda y me extiende un asiento de madera donde espero con ansiedad.
“De cuánto quieres: ¿de 20 o de 30 (bolivianos)?”, me dice. “Una de cada una”, le indico. Entonces escoge dos lagartijas -una de 15 centímetros y otra de diez- que sin mostrar gesto alguno, apenas mueven sus cabezas para dar señal de estar vivos.
Al verlas, con cierta timidez acaricio su áspero cuerpo, consciente de lo que les espera.
Elena, entre tanto, tiene en sus manos una tijera con rastro de sangre seca. Con ella, sin pena ni asco, corta la cabeza del primer saurio que, antes de ser degollado, abre la boca y muestra en sus ojos una expresión de pánico. Es una muerte silenciosa e inmediata.
De su angosto cuello partido pronto caen las primeras gotas de sangre sobre mi muñeca, pintando de rojo intenso mi piel. Es sangre fría, ligera y sin olor.
Inmóvil e impactada por el primer contacto, apenas logro ver cómo cae la cabeza, conteniendo la respiración.
Estrujado con fuerza entre los dedos de la curandera y exprimido como limón partido, el animal deja caer las últimas gotas de sangre antes de hacer la incisión.
Inmediatamente se pone de espaldas para ocultar su acción y tomando nuevamente la tijera, corta el vientre amarillento del animal, dejando al descubierto sus pequeños y oscuros órganos.
Luego abre su cuerpo, como un libro, y lo deja en el mesón para repetir la acción con la segunda lagartija.
Con las manos completamente ensangrentadas, Elena saca la primera y la pone con cuidado en mi brazo, cuidando que todas sus extremidades queden bien extendidas, semejante a una alfombra de felino disecado en la casa de un viejo cazador.
Al ver cómo pone la segunda a su lado, me doy cuenta que también había cortado la cola del reptil, fina y frágil, como la de un ratón.
Sus diminutas garras rozan mi piel, provocando una especie de cosquilleo. Inmóviles y completamente abiertas, con la sangre esparcida como ungüento, es el último recuerdo que tengo de ellas antes de ser cubiertas por completo.
“¿Tu venda?”, me pregunta Elena con serenidad y rompiendo el silencio. Enseguida le alcanzo la gasa que compré para fajar la parte adolorida del hueso.
En un movimiento monótono y envolvente, la curandera cubre por completo al par de lagartijas. La fuerza que emplea al vendar corta la circulación de mi sangre, provocando una sensación de adormecimiento.
“Tiene que estar bien ajustado al cuerpo para que haga efecto”, me explica. Y sin decir nada, simplemente contengo la molestia de la presión en mi brazo.
Es cuestión de ocho minutos, intensos por demás. Los resultados, según dicen, se ven con tiempo, la fe y la perseverancia.
Por eso Elena, antes de salir, me recomienda dejar los animales durante 24 horas sobre mi piel, “para que sienta el efecto”. Si el dolor no pasa en ese lapso, agrega, hay que repetir el tratamiento.
Con los pies fuera del lugar y entumecida por el impacto, veo nuevamente mi muñeca, vendada y ligeramente abultada.
De repente, y en cuestión de segundos, siento una especie de shock eléctrico en todo el brazo, provocado por el movimiento brusco e inesperado las garras del animal incrustadas en mi piel.
Mi cuerpo se estremece y pronto caigo en cuenta que los reptiles, después de ser degollados, todavía emiten impulsos nerviosos. Mientras, su cuerpo y su sangre fría actúan sobre mi piel. Sólo queda esperar para comprobar los resultados promocionados.
Página Siete
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