El bovarismo y el quijotismo son dos términos extraídos de la literatura que comparten una misma raíz: confundir la realidad de lo que somos con nuestros ideales; perdernos en una serie de expectativas que la vida nunca satisface y, finalmente, chocarnos después de extenuantes luchas con aquella realidad que habíamos negado y que reivindica su supremacía produciéndonos una gran desilusión. Quiero mostrar cómo ambas son expresiones de las conflictivas dinámicas de amor que se dan en el seno de nuestras familias, y una forma de infantilismo que nos condena a perpetuar cadenas de sufrimiento en nosotros y en aquellos con quienes nos relacionamos.
El bovarismo: capricho perpetuo
El término bovarismo se refiere a Madame Bovary, el personaje principal de la famosa novela homónima de Gustav Flaubert. Entre las pistas que el autor nos da para descifrar su carácter están: a) es una asidua lectora de novelas románticas, b) tiene ideas sobre el matrimonio que no llegarán a corresponderse nunca con su relación actual, c) fantasea con una vida idílica privilegiada, se enferma cuando no quiere enfrentar las frustraciones de la vida o cuando se desilusiona, d) tiene privilegios pero no responsabilidades y e) siente que los otros le deben, pero no registra ningún tipo de deuda que adquiere.
Quienes asumen esta forma de vivir tienen una visión idealizada de sí mismos y de las cosas. Esta visión se construye sobre una mirada infantil e insostenible de la vida y de los otros. Por lo tanto, viven crónicamente insatisfechos con la realidad, que siempre está por debajo de sus expectativas. Se manipulan a sí mismos y a los otros para eludir cualquier tipo de responsabilidad y gozar de todo tipo de privilegios. Se engañan a sí mismos y a los otros, aparentando lo que no son y lo que no sienten, para mantener a raya la contradicción flagrante que es su vida. Generalmente, como es de esperar, viven una profunda desilusión: la realidad les responde con la misma moneda con la que pagan: el desamor, la soledad, el abandono, la traición y el altísimo tributo que factura la dependencia.
El quijotismo: idealismo perenne
El quijotismo, en cambio, alude al carácter de Alonso Quijano, Don Quijote de la Mancha. Este es un noble empobrecido que se enloquece leyendo libros de caballerías. Reemplaza su precaria realidad por un ideal, ya no romántico, sino caballeresco. Se ve a sí mismo como un caballero medieval que tiene a una princesa por amor platónico y que lucha para impartir justicia. Pero la realidad es que la princesa es una campesina que alimenta cerdos; sus enemigos, molinos de viento; sus batallas épicas, patéticos desencuentros; y su justicia, todo menos equilibrada.
Esta forma de ser también la encontramos en nuestras realidades. Todos conocemos ese ímpetu caballeresco de los que abanderan vehementemente causas irreales, de los que hacen epopeyas de las cosas simples; ese amor aplastante de aquellos que nos insultan poniéndonos rostros y nombres que no son los nuestros para poder querernos; esa injusticia de los que tapan la vida con dos opuestos radicales: bueno y malo, blanco y negro, lo mío y lo ajeno.
El papel de la familia
La familia es nuestro primer grupo de teatro. En ella aprendemos a ponernos máscaras, a asumir roles, a seguir guiones. Todas nuestras familias generan quijotes y bovaris. Están llenas de ellos, los fabrican constantemente. Pero, ¿cómo surgen? ¿Cuál es el escenario en que se dan estos guiones que comparten el hecho de empecinarse en tapar la realidad con ideales infantiles?
Desde antes de nacer, cada uno de nosotros tiene que vérselas con los mandatos y prohibiciones de un linaje, con los ideales y esperanzas de sus padres. A todos nos tienen un pedazo del guion escrito antes de preguntarnos. Todos nos chocamos con el molde de un ideal ajeno. Y a partir de este ideal impuesto construimos nuestros propios ideales. Pero hay quienes no alcanzan a construirlos. Quijotes y bovaris son los que se quedaron fijos en el poder de sus ideales infantiles, buscando una vida perfecta, llena de privilegios y hazañas, con buenos y malos.
Egocéntricos como los niños, quieren ser para siempre los únicos receptáculos del amor y la mirada de papá y mamá; necesitan ser especiales, inteligentes, valerosos, etc. No aceptan esa realidad que, con la maduración normal, nos va mostrando que somos especiales, pero también comunes; inteligentes, pero estúpidos; valerosos, pero cobardes. Esa realidad que a punta de golpecitos o de grandes tropiezos nos va desilusionando para que encontremos nuestros propios ideales de acuerdo con lo que verdaderamente somos.
Quijotes y bovarís cambian la realidad por un ideal; cambian la posibilidad de vivir su experiencia por las expectativas que se hacen de ella; el amor real, por la fantasía, y la vida, por una imagen infantil y caduca que se hacen de ella. Quijotes y bovarís comparten destinos cómicos y trágicos. Es cómica su torpeza, es trágica su soledad. Es cómica la mentira que evidencian sus rostros y sus cuerpos; es trágica la revelación final de que uno nunca se sale con la suya en esta vida.
Antídotos contra quijotes y bovarís
Lo primero es entender que realizarse es una cosa muy distinta que ser el esclavo de una imagen o un ideal forjado en la familia.
Lo segundo es aprender a recuperar el valor de la aceptación, yendo más allá de nuestros juicios y recuperando nuestra capacidad de valorar la desilusión como una herramienta imprescindible para realizar lo que somos.
Aprendamos a ser flexibles y a cambiar de rumbo, a no decirle todo el tiempo a la vida cómo comportarse, y a recibir lo que expresa con apertura y mente de principiantes.
Cuestionemos nuestros legados: ninguno de nosotros nació para darle gusto a la familia o para ser mejor que nadie. Nacimos para ser nosotros mismos.
Entendamos y aceptemos que o todos somos especiales, o nadie lo es. Quien se pasa su vida tratando de valer más que el resto se vuelve impotente para amar de verdad, solo cosecha soledad y frustración.
Les comparto esta frase sabia de mi maestro de psicoterapia: “Es mejor sapo en mano que príncipe azul volando”.
Cromos
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