De pronto no nos hemos percatado, pero el mundo de hoy ha hecho que andemos divididos entre una vida sin sentido, llena de automatismos e impulsos ciegos, y un saber que no nos hace más sabios y sí nos aleja de la vida.
Sócrates propuso una alternativa terapéutica: la epimeleia, o cuidado de sí, la cual invita a ver (y construir) la vida como una obra de arte, una vivencia del mundo desde la intimidad.
La idea no es nueva, pero su vigencia me la recordó Manuela. Entró al consultorio por primera vez como un zombie: la cabeza gacha, los pies a medio arrastrar y el semblante de los que están muertos en vida. “Así soy yo”, me dijo, “a mí no me importa nada, soy una descuidada”. No encontraba una razón para vivir. Sus relaciones familiares oscilaban entre el mutismo y algunos parcos monosílabos. A duras penas era capaz de cuidar su cuerpo y había perdido el interés en las cosas, como diría ella, “mundanas”.
En contraste con su escuálida vida en este mundo, tenía una congestionada vida espiritual. En su interior había hecho una asombrosa amalgama de religiones y motivos espirituales que no la habían hecho más abierta y compasiva, sino más aislada e infeliz. Creía en la reencarnación y secretamente esperaba a que pasara esta vida a ver si en la próxima corría con mejor suerte. No supe cómo atravesar su coraza hasta el día en que la puse a pintar.
Pintando, su concentración era perfecta; la forma en que tocaba la superficie blanca era elegante, impecable y compasiva; la intensidad de sus impulsos la hacían parecer un animal salvaje; esta vez no bostezaba mirando el reloj, sino que pedía tiempo adicional para terminar su obra; su semblante tomó formas que inspiraban profundidad y respeto. Súbitamente comprendí que esa escena era un puente que subsanaba la profunda brecha en la que vivimos fragmentados.
Me pregunté: ¿y qué tal si Manuela tratara su vida como una obra de arte?, ¿qué tal que la viera como un lienzo en blanco esperando a ser coloreado de intención?, ¿qué tal que pudiera llenar su vida de instinto y de impulso y se entregara con el cuidado, la impecabilidad y la compasión con que trataba la hoja?
Por Manuela entendí a Sócrates. Comprendí que su epimeleia no estaba ligada al deber o a la moral, sino a la belleza y a nuestra particular resonancia con las cosas. La forma de Manuela de tratar el arte fue la mejor imagen para entenderlo.
Condiciones para aprender a pintar
Pero, ¿qué implica plantearnos nuestra propia vida como la más grande obra de arte?
La primera condición es poner a funcionar el corazón. Por eso, antes de andar el camino, y a lo largo del mismo, es prudente preguntar una y otra vez con total sinceridad: “¿Es este un camino con corazón?” Porque solo si la respuesta es afirmativa se está labrando un camino con sentido, o mejor, un camino sentido.
La segunda condición es entrar en una intimidad cada vez más profunda con la vida y con las cosas. Ver el afuera dentro y el adentro fuera. Reconocer lo más íntimo en los encuentros e incidentes de la vida, y ver lo más lejano y misterioso justo dentro de los ojos, del pecho, de las entrañas. Manuela, la hoja, los colores y las pinceladas eran una sola cosa.
La responsabilidad de crear es la tercera. El existencialismo dice que lo importante no es la vida que nos toca, sino lo que hacemos con ella. Nuestra bendición y nuestra condena es que todos somos irremediablemente cocreadores de la vida. ¿Qué quiero crear, hacia dónde apunta mi trabajo de vivir, qué voy a hacer con esta experiencia? La idea es reconocer ese boceto a medio terminar, ese silencio a la espera de ser interrumpido, ese libreto con puntos suspensivos que nos entrega la vida para que plasmemos lo que somos.
La intensidad es la cuarta condición. Una obra de arte no tiene espacio para términos medios. Un cuadro tiene una intensidad característica, una novela tiene un tono y un ritmo, en una sinfonía no tienen cabida los silencios o las notas irrelevantes. No hay medias tintas, apuestas parciales, acontecimientos irrelevantes. Todo lo vivido debe atarse a una intensidad y a un ritmo necesarios. ¡Cuando se vive de verdad se vive intensamente!
La quinta es la coherencia. Cualquiera percibiría la contradicción de una primavera pintada con escuálidos trazos de tonos grises. Asímismo, el arte de vivir nos obliga a buscar, sufrir y gozar la coherencia. Es poner el pensamiento, la emoción y la acción a trabajar juntos para el verdadero artista: nuestro ser profundo. También debemos integrar una y otra vez nuestra mirada del mundo con la experiencia y el propósito. Esta es la clave tanto para materializar los sueños, como para extraer sabiduría de las vivencias.
Por otro lado, debemos saber que es tan importante saber rechazar como saber elegir. Hay cosas que no nos sirven, nos hacen daño o nos hacen perder el tiempo y la fuerza. Saber decir no y seguir de largo es muy importante para cuidar de sí y de la vida. Un artista siempre elige cuidadosamente sus afirmaciones y sus rechazos.
Lo último es entender que somos mortales y que la vida humana es muy, pero muy corta. Cuando la vida tiene sentido y estamos despiertos viviendo con arte, el tiempo se va volando y se vuelve un bien precioso. Quien ama la vida sabe que no vale la pena postergar el romance para mañana. Ya lo decía el escritor Nikos Kazantzakis a modo de chiste: “Dadme una limosna, buenas personas; dadme un poco del tiempo que perdéis, una hora, dos horas, lo que queráis”.
Cromos
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