En El Alto, donde los 4.000 metros de altura convierten el cuerpo en un ovillo y la respiración es sólo una cuestión de fe, los “yatiris” todavía hacen su encantamiento en ceremonias místicas. En esta yerma planicie sobre La Paz, los “maestros” rituales aymará descifran el futuro en mágicas visiones oníricas, embebidas en tradiciones ancestrales.
A lo largo de una seca calle de tierra y pedregullo, se ubican uno al lado del otro, tratando de captar clientes. Los braseros queman maderas perfumadas cuyo humo “limpia” el alma de los creyentes, y ennegrece la de los descreídos.
En uno de ellos, una mujer se deja cautivar por las palabras suaves del maestro, que pica delicadamente un huevo premonitorio. Ella pasa el dedo alrededor, como le indica, y él interpreta su suerte, que nunca es azar, sino puro destino.
Al lado, una pareja toma un cucharón con estaño derretido y lo arroja en agua fría. Emerge una figura amorfa, fuente de inspiración para el yatiri. Cada fisura o protuberancia tiene un sentido, que delinea las claves de la vida. Dimensiones cosmológicas que sólo ellos pueden ver.
Están los que usan el alcohol para alcanzar sus visiones, los que prefieren el humo del cigarro y los que apelan al secreto que esconden las cartas. Pero el mayor sortilegio pasa por las hojas de coca, fuente de embrujo recóndito en la cultura del altiplano.
El Alto se convirtió en una ciudad intensa donde la cultura indígena se impone como ley. Sus más de un millón de habitantes superan a la población de La Paz, unos metros más abajo, dentro de una quebrada color tiza.
Una población migrante engrosó su pueblo en la segunda mitad del siglo pasado. Mineros de Potosí y Oruro, campesinos de los Yungas, del Titicaca y del Chapare. Una población heterogénea dio fundamento y conciencia, y nutrió la memoria colonial de sangre indígena. Por eso emana un sincretismo entre lo católico y lo pagano, y dibuja una parábola entre lo nativo y la modernidad.
Pero en todo subyace la comunidad aymará, que arrastra sin estridencias una sólida rebeldía, y una independencia innegociable. Lo saben los gobernantes conservadores, como Gonzalo Sánchez de Lozada, a quien hace 14 años se le rebelaron en la “Guerra del Gas” para reclamar la nacionalización de los hidrocarburos. La brutal represión del mandatario y la férrea defensa de El Alto dejaron 60 muertos. Sangre que regó valores, que hoy se respetan.
También lo sabe Evo Morales, cuyo origen y poder emanaron de esa fuente. En el 2010 le frenaron a fuerza de protestas un aumento de combustibles. Y hace sólo dos años se levantaron contra el alcalde del oficialismo, a quien acusaban de corrupto, para terminar votando a una candidata propia, de sangre aymará.
Es legendaria su organización interna en juntas vecinales. Desde sus comienzos la población de El Alto confió su defensa comunitaria a los “comandos zonales”, grupos de vecinos autogestionados. El rol del Estado, sin el Estado. Partidos políticos y sindicatos intentaron captarlos, pero ellos se mantienen fieles a su memoria, y a la honda huella andina.
Evo juega el juego que le ofrecen, y trata de seducirlos, la única manera de mantenerlos como aliados. Construyó un moderno sistema de teleféricos que causarían envidia en cualquier ciudad europea. De los cuatro que hay, tres conectan La Paz con El Alto, y el cuarto recorre horizontal gran parte de esa ciudad en las alturas de Los Andes.
Los distinguen por colores: el rojo, el amarillo, el verde y el azul. El viaje cuesta 3 bolivianos, y no es tan popular. Compite con los minibus, que sólo salen 2 bolivianos y los llevan saltando entre el caos de tránsito y las callejuelas cerradas.
El Alto tiene sus códigos. Están grabados a fuego, y son más respetados que las leyes. El mandatario deja hacer, condescendiente. El comercio es la vida misma de la comunidad, el contrabando la esencia.
Dos días a la semana, jueves y domingos, El Alto se transforma. Abre su gigantesca feria, donde se vende y se compra sin preguntar. Más de 10.000, puestos a lo largo de 100 cuadras, ofrecen una variedad insondable de productos. Allí está lo actual y lo arcaico, lo auténtico y lo apócrifo, lo aparente y lo real. Sólo hay que elegir, con sutil complacencia y perspicacia comercial.
Es considerada la segunda feria más grande de Sudamérica, donde las transacciones alcanzan holgadamente varios millones de dólares. Sus precios sorprenden tanto como los productos, y el colorido es un desafío a los sentidos.
El fluido comercio fue contorneando una burguesía aymará con alto poder de compra. El Alto crece y se desarrolla gracias a esta inercia. Se construye en cada espacio y en cada hueco. Muchos edificios superan los cinco o seis pisos.
Hasta tiene su espacio turístico. En los últimos años en algunos sectores florecieron los “cholet”, edificaciones de lujo que alcanzan los siete pisos. Su nombre es un apócope de cholo -poblador mestizo- y chalet. Es un estilo arquitectónico singular, de colores fuertes, fluorescentes, que reflejan la textura de los tejidos andinos.
Su creador es Freddy Mamani, el famoso arquitecto autodidacta. Se inspiró en la construcción andina donde proliferan las figuras geométricas, con amplios ventanales. Los “cholet” se convirtieron en íconos de la burguesía indígena, cuyos integrantes son los únicos que los pueden pagar: levantar uno cuesta entre 250.000 y 600.000 dólares.
En el Alto boliviano, entre los viejos rituales y los "cholet"
Los maestros ceremoniales tienen un secreto para la construcción de los edificios: enterrar en los cimientos el feto de una llama. Los yatiris aseguran que eso traerá bienestar y riqueza.
No hay herramientas de convencimiento, sólo la certidumbre de la fe en estas etnias herederas de la cultura de Tiahuanaco, y de la hiriente conquista española. Mantienen una religiosidad viviente donde las divinidades son fuentes de energía. En este árido altiplano, a 4.000 metros de altura, los yatiris siguen haciendo su magia en ceremonias atávicas, de visiones oníricas.
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