15 ago.- Desde hace dos centurias y probablemente mucho más, la Fiesta de la Virgen de la Asunción, se celebraba cada 15 de agosto, en los exteriores del Templo San Ildefonso de Quillacollo, y tímidamente esa muestra religiosa ganaba terreno hacia los alrededores de la plaza del mismo nombre. Es decir, que los habitantes de las comunidades, asentadas en los farallones y mesetas cordilleranas del departamento, se concentraban en frontis del santuario para celebrar su devoción a través de: la víspera, la Misa de Fiesta y la respectiva Procesión de la Virgen, y ahí concluía ese primigenio proceso religioso.
Esa manifestación, se fue practicando a través de los siglos, hasta más o menos el medio siglo de la centuria anterior, en que las expresiones folklóricas y neofolkóricas, hacían inicialmente su mansa aparición, hasta lograr contemporáneamente, contundencia presencial. Similar proceso la aparejó el carácter comercial, como lo observamos hasta hace un par de años.
Devenir festivo, observada estoicamente por la representación clerical, que se dejó ser avasallada aceleradamente por estas prácticas, que lesionan la pura concepción celestial y desembocan en un atractivo movimiento económico.
Es de conocimiento público que, por la emergencia sanitaria de los dos últimos años, las autoridades de la “Comisión Interinstitucional para la organización y promoción de la Festividad Religiosa de la Virgen Nuestra Señora de Urkupiña”, optaron por dejar sin efecto la realización de la “Festividad”.
Pese a ese dictamen oficial, los actos centrales de la Festividad se desarrollaron, de manera casi “normal”, es decir, la víspera, la Misa de Fiesta, la Procesión, e inclusive una irregular visita a la Colina de El Calvario.
Ello, fue una demostración irrebatible que la Fe, no se doblegó a las disposiciones de las autoridades administrativas, y retomó las manifestaciones esenciales del pasado. Ósea, cuando no se avizoraban demostraciones folklóricas, ni la invasión de los mercaderes.
Concretamente, la Fiesta de Urkupiña, fue, es y será un acontecimiento eminentemente religioso, y no necesariamente, se sustenta en esos dos factores que, se asumieron contemporáneamente. Curiosamente, la pandemia, gestó un escenario apropiado para la adopción de los criterios primigenios.
En ese lapso, es decir, en la de la crisis sanitaria, del que lamentablemente, aún no se supera plenamente, se insistió a los representantes de la Iglesia Católica, la consideración y reconsideración acerca de la naturaleza festiva, insinuando la elaboración de una especie de reingeniería de la Festividad, así como también, la adopción de estrategias con mayores contenidos religiosos, y principalmente, la readjudicación del protagonismo en la organización, promoción y evaluación de la misma.
Sin embargo, por los anuncios hechos para esta nueva versión, hacen presumir que los miembros del equipo sacerdotal de Quillacollo, aún se encuentran “encuarentenados”, y como se suele decir popularmente, este año será, en términos generales: “más, y de lo mismo”.
Esta actitud de la representación clerical puede ser concebida como una afrenta para “recuperar lo que fue”, y su comportamiento tiende a alinearse a una franca demostración de agresión religiosa, a la inmanencia del espíritu festivo, a las plegarias de la feligresía, a la “leyenda de la aparición” y hasta a la cultura quillacolleña.
Al parecer, se maltrató una indespreciable oportunidad para que la Festividad de Urkupiña, despliegue una amplia, profunda y sostenida estrategia de realización, no sólo en Quillacollo, sino en el fortalecimiento de los lazos con los organizadores de la misma, en los incontables sitios donde se realiza esta manifestación, y considerada ya de una “transnacional”.
Sin embargo, empiezan también a notarse otras expresiones, definitivamente ajenas a la Festividad, que también desvirtúan y robustecen acciones que se los podría denominar “desurkupiñizadoras”.
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